Aunque mi apellido es vasco y su significado no nos resulta evidente para quienes ignoramos el euskera. En verdad es muy prosaico, como todos a la larga. Señalan los entendidos aje es el así como “Ligustrín en llamas” o “colina de sinople”. El asunto que viene al caso es ante mis compañeros de primaria me rebautizaron con un sentido de la maldad muy particular, aunque sin faltar a la verdad.

El escudo de mi apellido es una joya del entrevero. Dice una reputada página de heráldica: ”Escudo: un campo de plata, un monte de sinople, sumado de un árbol de lo mismo, y, a su pie, un jabalí de sable, perseguido por un cazador, que lo hiere con una lanza con el asta de sable y el hierro de azur”. No es un chancho, sino un jabalí, no es una espada, sino un sable. Se nota que los blasones se habían sofisticado bastante para cuando a algún familiar le llegó el momento de su nobleza.

De todos modos, a pesar de mi apellido vasco, y por tanto aguerrido, en la primaria me apodaron con un mote español, feudal y castizo de la españa unificada de Castilla y Aragón : mis compañeros me llamaban “de la Mano”, tal cual existen otros tantos “de la Orden”, “del Corro” y demás apellidos toponímicos o sociales. La razón era sencilla. En cada una de las muestras de gimnasia de fin de año, aparecían mis compañeras y compañeros saltando como los de Kung Fu Panda, y yo, de la mano del profesor de gimnasia.

La educación física, indiscutiblemente importante, tiene ciertas falencias publicitarias. No hablo del acceso a la educación motriz, de su carácter público sino de su mala prensa, basada en errores “de marketing” que le llaman. Es que, para empezar, existe una grave falencia respecto a los nombres de los ejercicios. Sinceramente, “hacer la mortal” es una expresión vasoconstrictora que no estimula a ningún infante. Mucho menos “Rondó Flic Flac” (rondófliflá), palabra compuesta que sugiere que uno termina eyectado hacia el éter o peor, fulminado en el suelo. Menos hacer la “vertical con caída en puente”: ¿no le pueden llamar “el cangrejito” o “hacer el arco iris”? La fila ante la colchoneta es una fuente de infinita ansiedad que no decae cuando el profe dice “roll adelante” ni mucho menos “a Spagat”, que suena “a D’artagnan” y uno se representa que la perfección del caso no son las piernas abiertas sino terminar ensartado por un mosquetero. Ni hablar de los “cajones se salto piramidal” ¿costaba mucho decirle castillito feliz?

Los profesores de educación física, por otra parte, son difíciles de clasificar. Personajes que andan con jogging todo el día, gente grande. Se les tiene a la vez como más cercanos y estrictos. Se ganaron la fama de personajes lúdicos pero también duros en sus principios. Una suerte de eslabón perdido entre los docentes y los estudiantes. Tienen a la mano a la vez la moral del rendimiento cuantitativo pero otras muestran una tierna y compinchera ética de las diferencias cualitativas de los alumnos. En proporciones no siempre idénticas, desde luego. Son escépticos por lo general -y no sin argumentos- respecto al progreso de la humanidad y de las reformas educativas, por lo que su verdadera pasión es desconectar a los alumnos del complicado mundo que les impone cada vez más categorías.

El profesor Jack Rush era inglés y padeció el frío húmedo de Southampton. El exacto contrario de nuestro calor de repasador de pava. Solía contar que iba al colegio tempranísimo, cuando todavía era noche en el puerto el Titanic y usaba piedras que dejaba antes de dormir cerca de la chimenea, adentro de los bolsillos del saco por el frío. No compartía esa moral agonal sino, al contrario, le parecía absurda. ¿Qué le podía pasar al imperio británico si entraban dos horas más tarde los estudiantes? Cuando se instaló en nuestra provincia hizo la misma observación: los tucumanos se niegan a tener en cuenta el clima y la felicidad a la hora de poner horarios. Jamás se acomodan las instituciones a los humanos, y una de las mejores expresiones de este asunto son las muestras de gimnasia de fin de año.

Se dirá que es para mostrar los progresos del año.

Pero si la hacen en Julio y nuestros chicos están en proceso y no se sientan todavía sobre la pelota como lo harán cuatro meses más tarde. ¿Algún padre o madre hará una objeción? Pero no, la muestra tiene que ser cuando el sopor es… bueno, insoportable.

Así, a pesar de las objeciones, el año está por terminar y los papis y mamis lo sabemos porque recibimos notas en los cuadernos de comunicación de los chicos con textos tales como: “Estimados padres, no olviden traer el neumático, el arco y la flecha, la pelota de ‘piqui ball’ y la vincha turquesa”.

Hoy es la muestra de mi hijo. Los abuelos y abuelas conmueven. Un padre al lado mío comparte con el resto de los progenitores la inconveniencia de tener hijos en cursos salteados, poniendo su ejemplo: tenía uno en primero y la otra en sexto, lo que lo obligaba a quedarse tres horas más. Una madre le reprochó la banalidad y agregó: “Además ahora los saltean sin aviso, así nos tengamos que quedar todos hasta el final”.

Suena Carrozas de fuego: la maestra “votiva” desparrama loas a los pequeños olímpicos y a la madre escuela. Quinientas cabecitas con flequillos hasta la nariz aparecen blandiendo sus armas. Me hago el indiferente, pero lo busco. Todos señalan a sus vástagos pero son indiscernibles para mí. Pero de repente lo veo, el orgullo me hincha el pecho. Ahí hace su entrada triunfal, Vangelis de fondo, agarrado de la profe como coatí a una rama. ¡Hijo e’ tigre!